“En asuntos de amor los locos son los que tienen más experiencia. De
amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es
como no haber amado nunca”. Jacinto Benavente.
Llegó a mis manos uno
de los relatos del libro “Encuentros (el lado B del amor)” de Gabriel Rolón,
lic. en psicología de la UBA y escritor. En este caso, el autor nos obsequia
una experiencia personal y que ciertamente nos deja pensando, frente a una situación que debiéramos
analizar profundamente desde cada costado, ya que revela conductas y sentimientos
dejando al desnudo las diferentes calidades del ser humano. Desde el amor hasta
la indiferencia, pasando por todos los estados de la emoción y de la conducta. Sibaris.
La vieja atorranta
Hace muchos años, cuando era psicólogo muy joven,
trabajé en algunos geriátricos. (...) Muchos de ustedes trabajarán o habrán
trabajado en alguna institución, y sabrán que lo que tiene que hacer todo el
que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir a la cocina, porque
la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa. Más que los médicos
incluso.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina
y, como era habitual, le pregunté a la cocinera.
-¿Y, Betty, alguna novedad?
-Sí, doctor- me llamó así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja
atorranta?
-No - le dije asombrado-. ¿Entró una abuela nueva?
-Sí, una viejita picarona.
Me quedé tomando unos mates con ella y no volví a
tocar el tema hasta que entró la enfermera y me dijo:
-Gaby, ¿ya viste a la atorranta?
-No -le respondí.
-Tenés que verla. Se llama Ana.
Lo primero que me llamó la atención fue que
utilizara, para referirse a ella, el mismo término que había usado la cocinera:
atorranta. Pero lo cierto es que habían conseguido despertar mi interés por
conocerla. De modo que hice mi recorrida habitual por el geriátrico y
dejé para el final la visita a la habitación en la que estaba Ana.
En esa hora yo me había estado preguntando de dónde
vendría el mote de vieja atorranta. Supuse que, seguramente, debía ser una
mujer que cuando joven habría trabajado en un cabaret, o que tendría alguna
historia picaresca. Pero no era así.
Cuando entré en su habitación me encontré con una
abuela que estaba muy deprimida y que casi no podía hablar a causa de la
tristeza. Su imagen no podía estar más lejos de la de una vieja atorranta. Me
acerqué a ella, me presenté y le pregunté: -Abuela, ¿qué le pasa? Pero ella no
quiso hablar demasiado; apenas si me respondió algunas preguntas por una cuestión
de educación. Pero un analista sabe que esto puede ser así, que a veces es
necesario tiempo para establecer el vínculo que el paciente necesita para poder
hablar. Y me dispuse a darle ese tiempo. De modo que la visitaba cada vez que
iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le canturreaba algún tango. Y,
allá como a la séptima u octava de mis visitas la abuela habló:
-Doctor, yo le voy a contar mi historia.
Y me contó que ella se había casado, como se acostumbraba en su época,
siendo muy jovencita, a los 16 años con un hombre que le llevaba cinco. Yo la
escuchaba con profunda atención.
-¿Sabe? -me miró como avisándome que iba a hacerme una confesión-, yo
me casé con el único hombre que quise en mi vida, con el único hombre que deseé
en mi vida, con el único hombre que me tocó en mi vida y es el hombre al que
amo y con el que quiero estar.
Me contó que su esposo estaba vivo, que ella tenía
ochenta y seis años y él noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la
familia le pareció que era un riesgo que estuvieran solos y entonces decidieron
internarlos en un geriátrico. Pero como no encontraron cupo en un hogar mixto,
la internaron a ella en el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia
y él en Capital.
Es decir que, después de setenta años de estar
juntos los habían separado. Lo que no habían podido hacer ni los celos, ni la
infidelidad, ni la violencia, lo había hecho la familia. Y ese viejito, con sus
noventa y un años, todos los días se hacía llevar por un pariente, un amigo o
un remise en el horario de visita, para ver a su mujer.
Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de
estar o en el jardín, mientras él le acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando
se tenían que separar, la escena era desgarradora.
¿Y de dónde venía el apodo de vieja atorranta? Venía
del hecho de que, como el esposo iba todos los días a verla, ella le había
pedido autorización a las autoridades del geriátrico para ver si, al menos una
o dos veces por semana, los dejaban dormir la siesta juntos. Y entonces, ellos
dijeron: -Ah, bueno... mirá vos la vieja atorranta.
Cuando la abuela me contó esto, estaba muy
angustiada y un poco avergonzada. Pero lo que más me conmovió fue cuando me
dijo, agachando la cabeza:
-Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero
es volver a poner la cabeza en el hombro de mi viejito y que me acaricie el
pelo y la espalda, como hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer
nada de malo.
Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí
que me mirara. Y entonces le dije:
-Ana, lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga
con eso de que ¿qué van a hacer de malo? Porque es maravilloso que usted,
setenta años después, siga teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de
tocarlo, de acostarse con él y que él también la desee a usted de esa manera. Y
esas caricias, y su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que
encontraron de seguir haciéndolo a esta edad. Pero déjeme decirle algo, Ana:
ése es su derecho, hágalo valer. Pida, insista, moleste hasta conseguirlo. Y la
abuela molestó. Recuerdo que el director del geriátrico me llamó a su oficina
para preguntarme: -¿Qué le dijiste a la vieja?
-Nada- le dije haciéndome el desentendido- ¿Por qué?
La cuestión fue que con la asistente social del
hogar en el que estaba su esposo, nos propusimos encontrar un geriátrico mixto
para que estuvieran juntos. Corríamos contra reloj y lo sabíamos. Tardamos
cuatro meses en encontrar uno. Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero
cuatro meses cuando alguien tiene más de noventa años, podía ser la diferencia
entre la vida y la muerte. Además ella estaba cada vez más deprimida y yo tenía
mucho miedo de que no llegara. Pero llegó.
Y el día en el que se iba de nuestro geriátrico fui
muy temprano para saludarla, y e cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y
me dijo: -No sabés. Desde las seis de la mañana que la vieja está con la valija
lista al lado de la puerta. -Yo me reí.
Entonces fui a verla y le dije: -Anita, se me va. Y
ella me miró emocionada y me respondió: -Sí doctor... Me vuelvo a vivir
con mi viejito. -Y se echó en mis brazos llorando.
-Ana- le dije- Nunca me voy a olvidar de usted. Y como habrán visto, no
le mentí.
Jamás me olvidé de ella, porque aprendí a quererla y respetarla por su
lucha, por la valentía con la que defendió su deseo y porque gracias a esa
vieja atorranta, pude comprobar que todo lo que había estudiado y en lo que
creía, era cierto: que es verdad que la sexualidad nos acompaña hasta el último
día y que se puede pelear por lo que se quiere aunque se deje la vida en el
intento. Y además, porque la abuela me dejó la sensación de que, a pesar de
todas las dificultades, cuando alguien quiere sanamente y sus sentimientos son
nobles, puede ser que enamorarse sea realmente algo maravilloso y que el amor y
el deseo puedan caminar juntos para siempre.